sábado, 26 de abril de 2014

Presentación en Cali de El desmemoriado. Reseñas

Presentación de la novela El desmemoriado de Fabio Martínez.
Santiago de Cali, 23 de abril de 2014


Textos de presentación de Medardo Arias y Omar Ortíz

Omar Ortíz, Fabio Martínez y Medardo Arias. copyright foto Gabriel Ruiz (NTC)



Estamos en el año 2068
      Por Medardo Arias Satizábal

La primera sorpresa al leer El desmemoriado, tuvo que ver con el intento del autor, -valiente y de muchísimo riesgo-, de situar la literatura colombiana en el campo de una ciencia ficción hasta hoy inexistente en nuestras letras.
Fabio Martínez de manera juvenil y risueña, asume el reto de imaginar un mundo bogotano que transcurre en el año 2068, con taxis urbanos que cruzan el cielo de Monserrate, gentes que se afanan por ir a Marte, entonces un destino común, y vidas que él conoce bien, la de profesores enamorados, una pareja inserta en la aridez de una ciudad, Pitty y Manzana quienes, como en el resto de la tierra, se defienden de los riesgos de la lluvia ácida.
El paisaje de aquella ciudad nos hace pensar de todos modos en esos mundos desolados que imaginaron Ray Bradbury, el creador de las Crónicas Marcianas, Isaac Asimov, Herbert Georges Wells, -autor de La Máquina del Tiempo y de El Hombre Invisible-, o  George Orwell con su “1984”, novela que prefiguró la atroz realidad de hoy. Si alguien quiere leer hoy “1984”, encontrará esta presentación entre comillas: “Tres grandes potencias se dividen el mundo y luchan entre ellas, en un conflicto que parece no acabar nunca. Todo está controlado por la sombría y omnipresente figura del Gran Hermano, el jefe  que todo lo ve, todo lo escucha y todo lo dispone. La historia reciente se falsea alterando los registros escritos, la policía del Gran Hermano vigila incluso en el interior de las casas, gracias a una televisión en dos sentidos; el amor está prohibido y el sexo es un acto político. La opinión personal se neutraliza con lavados de cerebro y la vida es un infierno del que no se puede escapar…”
En El desmemoriado abundan, todavía en el 2068, las referencias a un pasado que comparte las ternezas de la vida campirana, el chocolate espumoso, los roscones dulces, las changüas, ciertos parques del pasado, las liturgias del ayer expresadas en el deseo del abrazo en lugares que ya no existen. Bogotá tiene un techo que la protege de la lluvia ácida, el río Bogotá ha sido pavimentado por un tal Goyeneche, y desde Monserrate se emite la voz unánime de  un dictador que ha logrado uniformar el pensamiento y las costumbres. Gentes que ahora logran vivir más de 150 años, gracias a las dietas elaboradas por una avanzada tecnología médica que ha reemplazado los “steaks” por pastillas de colores, recuerdan, por ejemplo al Goce Pagano, y a las viejas luchas de obreros y estudiantes, cuando el mundo era ese amasijo de humanidad que  pervive todavía, en la novela, en la llanura prosaica.
El desmemoriado copyright Gabriel Ruiz (NTC)
En El desmemoriado abundan los homenajes literarios; Bogotá es la montaña mágica, centro del poder que ha visto pasar las guerras de la coca, del petróleo, del agua, y el resto de la república es una amalgama de pueblos atrasados, aferrados al pasado, reconocidos por  Fabio Martínez como “la llanura prosaica”. Thomas Mann, Cervantes, Schopenhauer, hablan desde la intertextualidad, así como Foucault, desde su péndulo, pionero también de una modernidad literaria que insertó en el imaginario el nuevo lenguaje de los computadores.
Y con los clásicos, el autor emplea el humor y coexiste en la novela con personajes literarios como los poetas Juan Pablo Rocky, un antiguo boxeador, campeón del Caribe, y Harold Almorranas, así como una enigmática portalira, por él llamada Piedad Revlon.
Es claro que esta novela sólo pudo ser escrita por quien habitó la urbe capitalina, y reconoce sus rincones, calles, costumbres. A través de esta apretada narración que nos lleva por las avenidas del futuro, el autor nos advierte acerca de una realidad que se expresa ya en nuestros días: la pérdida de la memoria, el desánimo por los apoyos humanísticos que hicieron la vida hasta hoy, la dependencia extrema de la tecnología cibernética, el olvido de los libros y la lectura, la conformación de un mundo de nuevos esclavos prosternados ante la voz única de Wikipedia. Para Fabio Martínez, esa voz que engulle todo el conocimiento humano, se llama Babel, metáfora de aquella torre que pintara sobre roble Pieter Brueghel El Viejo en el siglo XVI. Cada ser humano tiene un chip inserto debajo de la piel, un número de contraseña, que lo identifica como amigo del Amo y del Estado; no pertenecer a ese rebaño ahora vigilado por el Gran Ojo del poder, es sinónimo de disidencia, de guerrillerismo. Ese el drama de Pitty y de Manzana, protagonistas de la novela. Se quedan por fuera del sistema que ordena las mentes, las costumbres y el destino de millones, por una razón que se comprende; Pitty es en estas páginas un reducto de las viejas guardias humanísticas, un romántico perdido, un marihuano irredento que continúa en el 2068 adicto a la sativa congolesa, ahora sintética. Familia y amigos huyen de ellos como de la peste; están en la mira de ese gran ojo vigilante que hoy para imperceptible, pero que fue avizorado por Orwell en “1984”, como arúspice de lo que hoy se llama NSA, la  misma organización que acaba de ser denunciada, la que conoce en detalles tus fondos bancarios, tus gustos gastronómicos, tus preferencias sexuales y musicales, a través de Facebook y Twitter, los Grandes Hermanos que atisban desde las avenidas cibernéticas, desde los chips y deltas de espionaje agazapados en los Iphones. Babel sabe dónde estás, qué piensas, para dónde vas.
Estar por fuera de esos circuitos en el 2068, es como no tener cédula o pasaporte; para entonces ya la dependencia informática es obligatoria. Se han extinguido los supermercados, la comida llega a casa vía internet, tanto como el sexo, el orgasmo, el conocimiento y los sueños.
El desmemoriado nos describe el paisaje humano de un mundo que de pronto estalla en su diseño tecnológico y se enfrenta al desastre; trenes paralizados, aviones que no pueden despegar, ciudades apagadas. En el espacio se han confundido las lenguas, todos los códigos y contraseñas. Pitty, como otros, entregó parte de su vida a ese nuevo diseño universal, y su memoria, otro día rica y fecunda, se ve de pronto supeditada al breve misterio de una USB; vivimos un mundo, el de ahora, en el que Google todo lo sabe; Martínez se pregunta para qué leer grandes clásicos, poesía, si todas las preguntas guardan ahí una respuesta. Para qué husmear en los huesos de los de los muertos de Pompeya, en el harem de Topkapi, en los remos de las viejas barcas de Samos, o en el polvo que corre detrás de las pirámides; todo esfuerzo parece vano. Se acabaron las bibliotecas; a tiro de click, todo se sabe, llega a casa, en una pantalla que viene el envoltorio de imágenes e información,  referencias que comparadas con el pasado siglo, hacen de la investigación un juego de niños. Cortar, pegar, distraer, fusionar, empobrecer, enriquecer un texto, hace sabios a los tunantes y banaliza a quienes otro día fraguaban en su cerebro parte de la historia humana.
Manzana recibe la lección en Patio Bonito, un barrio del sur de Bogotá: “Usted señora sabe que hoy en día el mundo se mueve gracias a la memoria de Babel. En la ciudad no cae al suelo una pepa de eucalipto si no es accionada por la diosa de Babel. Es la tragedia global del siglo...”
Para entonces, en ese orbe donde Harold Almorranas es Director de la Biblioteca Nacional y su imagen es repetida en grandes pantallas, existe ya un museo de antiguallas cubierto por el polvo indulgente del pasado: (Lectura de la Página 45).
Mutantes que bailan boleros en salones iluminados por la luz verdes que emana del poder de Monserrate, muchachas del servicio clonadas, ecos de un mundo extinto expresado por indias de trenza y ojos rasgados que todavía sirven sopas calientes entre montañas azules que guardan  la visión del mar, serán recordados quizá dentro de 54 años en esta primera saga colombiana de ciencia ficción. Muchos de los tópicos aquí descritos por Fabio Martínez, serán, sin duda, una irrevocable realidad. Celebremos pues  este arrojo de la imaginación, esta suerte de privilegio, desde esta, nuestra llanura prosaica.

   


Se me olvidó que te olvidé

Por Ómar Ortiz

Omar Ortíz. copyright Gabriel Ruiz (NTC)
Paquita la del barrio, una cantante mexicana que se caracteriza por asumir desde la letra de sus melodías eso que llamamos, muchas veces peyorativamente “cultura popular”, hizo  una canción en ritmo de bolero ranchero que después fue convertida por los genios de la Orquesta Experimental de Nueva York en un tema ícono del sentir latino y que en su estribillo dice: “Se me olvido que te olvide, a mí que nada se me olvida”. Esta aparente declaración de amor perenne va, sin proponérselo, mucho más allá de su intención inicial, nos recuerda uno de los postulados básicos del pensamiento hegeliano, cuando el filósofo de Sttugart afirma “no somos sino pura memoria y nada más”.
Así, Fabio Martínez, al entregarnos su nueva novela publicada El desmemoriado, parapetado en una historia armada sin pretensiones estilísticas, intencionalmente juguetona y risueña, donde algunos de sus protagonistas son referencias concretas a personajes del mundillo literario y político colombiano, empezando por el Jefe Supremo, “especie de pequeño Napoleón-chibcha, que lo único que desea es perpetuarse en el poder”, va, esta vez proponiéndoselo, a asumir una defensa a ultranza de la escritura, del libro, del pequeño Larousse, frente a la inminente amenaza de la Nada representada por la Sociedad del Conocimiento, “encarnada en la siempre viva Babel”.
Porque lo que constituye el uso perverso y manipulador de las nuevas tecnologías  nos está conduciendo al vacío, a la pérdida de la sustancia humana como es la palabra. Desde los libros sagrados sabemos que el mundo es, desde el momento en que podemos nombrarlo. Edmond Jabés, ese gran escritor egipcio francés de origen judío hoy tan injustamente olvidado se pregunta “¿Nacemos en el instante en que rompemos a llorar o bien, más razonablemente, en el momento en que los padres eligen para nosotros un nombre?” A lo que podemos agregar y ¿qué son Comala, Santa María y Macondo sino universos que a través del lenguaje trascienden el tiempo, convirtiéndose en entidades mucho más reales y perdurables que los  mundos de los que son su reflejo?
Volvamos a Jabés, cuando asentado en la Cábala afirma “El mundo desemboca en un libro. El mundo existe porque el libro existe. Y es que para existir hay que ser nombrado. La nominación nos precede”. Recordemos a Borges en su noche seis de “Siete Noches”. “Cuando pensamos en las palabras, pensamos históricamente que las palabras fueron en un principio sonido y que luego llegaron a ser letras, En cambio en la cábala (que quiere decir recepción, tradición) se supone que las letras son anteriores; que las letras fueron los instrumentos de Dios, no las palabras significadas por las letras. Es como si se pensara que la escritura, contra toda experiencia, fue anterior a la dicción de las palabras.” Por lo que en otra noche, la cinco, Borges concluye “Cada palabra es una obra poética”.
Como ya lo advirtió Saramago hay que preservarnos de la oscuridad, esa misma vigilancia es la que propone el narrador caleño en esta novela, desde un corrosivo humor  que sin duda levantará una que otra ampolla.
Pero mucho más allá de las discusiones, polémicas o ninguneos que El desmemoriado suscite, no dudo en recomendar este libro como lectura y reflexión obligada para profesores y alumnos en los espacios pedagógicos que versen sobre literatura.

Ver fotografías de la presentación. Cortesía de NTC

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