miércoles, 20 de abril de 2016

El Quijote visto por sí mismo

EL QUIJOTE VISTO POR SÍ MISMO

POR PEDRO GARCÍA CUETO

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Se miraba al espejo, contemplando su huesudo cuerpo, sus largos brazos que caían nervudos sobre unas manos frágiles. Le gustaba mirar el espejo, contemplarlo, asir una espada y ponerse una vieja armadura que venía de sus antepasados. En la otra mano, un libro, de esos que sorbían el seso, los llamaban de caballerías, los había en muchos lugares, que si el Amadís, que si el Palmerín.

Para el hidalgo, el libro y la lanza, que sostenía sobre la otra mano, a la derecha el libro, a la izquierda la lanza, eran como espejos de esos caballeros que se deshacían entuertos y cuyas aventuras iban contando por los pueblos los viejos charlatanes.

Así estaba, con la armadura puesta, cuando entró el ama con la comida, siempre se hallaba el hidalgo en la habitación ensayando frases de las novelas y poses, con atinado estilo, componiendo palabras nuevas que suplían algunas de las que venían en los libros. El afán de inventar le daba un aire a novelista, pero sin serlo, reflejaba en las palabras la mirada antigua de un hombre de caballerías.
El ama lo miró, dejó la bandeja, como si no viese al hidalgo, susurraba algo para sus adentros, como si le llevasen los demonios las locuras del hombre, abandonado de todo asunto que no fuesen las novelas. El ama se reponía de esa inquietud que le causaba ver a su amo en tal estado, que, al salir, se encontró con el cura, de visita en la casa y le dijo:
Vaya, señor cura, estamos apañados con el señor, ya va perdiendo cada día más la cabeza, ahora lleva lanza y libro, como si fuese un cuadro. Lleva la barba mesada, como si estuviese a punto de ser retratado. ¡Qué demonio lleva dentro!

El cura la miró, sonriendo, pero con cierta preocupación, se santiguó, como si la mención del demonio le llevase de inmediato a la señal de la cruz y dijo:
Hija, ya cambiará, anda muy trastornado, las novelas esas las tenían que prohibir, me dicen que las lee la gente movida por el demonio que hay en ellas y que andan algunos, los más incautos, como poseídos, como tu señor.

El ama lo miró, seguía murmurando para sus adentros, como si tuviese un eco dentro del pecho que le hacía hablar sin medida, donde las palabras iban saliendo de rebote, envueltas en un halo de nervios y poca coherencia:
No sé, no sé… Yo creo… Deberíamos, digo yo, quizás, tirar las novelas a la hoguera, ¿no cree usted?

Puede ser, hija, son cosas del demonio, que nos busca y nos tienta como el pecado de la carne- dijo el cura.

De repente, se oyó un grito, era el hidalgo, que blasfemaba, en altavoz:
Así quiero, así quiero defenderte, doña Dulcinea del Toboso, así que eres espejismo, ¿quién te ha raptado, mujer? ¿Será Don Galaor que ha perdido el juicio y ha abandonado su posición de caballero? ¿O acaso el Palmerín? ¡Maldito seas, brujo, espantajo de hombre, ven, bravucón, atrévete con Don Quijote!

En la calle se oían los curiosos que asomaban sus ojos para oír al que llamaban Quijote o Quijana o quizá Quesada. Los veía el ama asomar sus narices porcunas por la celada, bajo el ruido incesante que iba dando el hidalgo. Don Quijote empezaba a soltar lanzadas a diestro y siniestro, rodaban vasijas, las figurillas de porcelana de la cómoda, todo se soliviantaba a su paso, parecía que una exhalación había irrumpido en la estancia para desbaratarlo todo.

El cura salió como movido por el diablo, decía palabras inconexas y hablaba en latín, mientras de la boca del Quijote, o Quesada, salían las mayores blasfemias:
Seguro se te ha llevado un cura, Dulcinea, algún avieso sacerdote de esos que calientan las palabras para cenar en mi casa, de esos que cogen la hogaza de pan entera y se la llevan a su sucia boca, o quizá un soldado, hambriento, que no tiene más hambre que hincar el diente a una mujer. ¡Una diosa eres, Afrodita, Minerva! ¡Hija de Zeus!

El espejo de la estancia lo miraba y en un instante el hidalgo se quedó como mudo, parecía exhausto, pensaba en sí mismo, como si el hilo de su voz estuviese a punto de romperse en llanto, algo le tenía ensimismado, abstraído.

Eran las páginas del libro que sostenía en la mano temblorosa, en ella se veía una mujer perseguida por un hombre, un galán, ya no pudo más y cerró el libro con furor, como si el dolor y la congoja fuesen superiores a él.

Pensó, ya en sueños, que su Dulcinea vivía presa en una mazmorra, que había gigantes que la tenían custodiada y que el rey de un lejano reino se gozaba con ella.

Veía la profunda celda, las grietas de las paredes, las ratas que iban y venían por los pies de la diosa, subida a una pequeña silla para no ser mordida por los roedores. El sudor calaba su sien y, en un momento, volvió a la realidad.

Su mujer estaba allí y, con voz tersa y suave, le dijo:
¿Qué te pasa, Miguel? Creo que has tenido un sueño.

El hombre la miró, como si no entendiese nada, quería decirle que era el Quijote, pero no tenía fuerzas para ello.
¿En qué año estamos, querida? Le preguntó el hombre con aspecto alterado y agotado por la virulencia del sueño.
En el 2011, en abril, ¿por qué me preguntas eso?

El hombre se quedó callado, mientras el ruido de los coches que iban acelerando su paso ya en el alba incipiente, le dejó sumido en un vacío insondable.

Miró la habitación, pero no había libros, de repente, se quedó entristecido, acaso todo era una inmensidad de dolor, sin libros siquiera.

Su mujer llegó y le dijo:
Miguel, te dormiste leyendo un libro de esos de caballerías que has estudiado para tu prólogo a la nueva edición del Amadís. Ya te he dicho que debes descansar, vas a volverte loco.

El llanto de un niño pequeño se oyó en la otra habitación, Sergio volvía a tener un pesadilla y Miguel sonrió, sabiendo que la ficción es a veces más real que la propia vida.
      

sábado, 9 de abril de 2016

Max Aub y Gil-Albert

MAX AUB Y GIL-ALBERT:
UNA ÉTICA COMPARTIDA DE LA VIDA

Por Pedro García Cueto

Max Aub
  En este estudio quiero relacionar a dos hombres que tienen en común dos valores importantes: una ética semejante de la vida y una amistad de muchos años.
   Max Aub tuvo que exiliarse al terminar la Guerra Civil española, para este hombre singular se  acababa una etapa importante de su vida y comenzaba un exilio que daría sus frutos en lo que respecta a producción literaria.
   ¿Qué relación existe entre estos dos hombres? Ambos vienen del exilio, ambos volvieron a España, ambos pertenecen a un mundo cultural común: la España republicana, los intelectuales antifascistas, y ambos estuvieron exiliados en México.
   Aub vuelve a España el 23 de agosto de 1969 con pasaporte mexicano y un visado que sólo le autorizaba “una estancia de tres meses”. Hará entonces una breve visita a Calanda (Aragón), el pueblo natal de Luis Buñuel y a Zaragoza, con motivo de la fiesta del Pilar. Visitó también las tres ciudades claves de su biografía española: Barcelona, Valencia y Madrid.
   También fue Max Aub, al igual que Gil-Albert, un luchador ante el régimen  franquista y dice algo muy importante sobre ello al poeta valenciano Miguel Veyrat: “no fue el exilio el que ha influido en mi literatura, sino la guerra. Y la guerra la cambió del todo en todo” (Miguel Veyrat, 1969: 67). Para Max Aub, la República fue abortada por el régimen franquista y éste sustituyó un ideal de vida democrático por una tiranía manifiesta. La misma opinión mantuvo Gil-Albert, como pudimos conocer en su obra Drama Patrio y, por ende, fue idea clave en muchos escritores exiliados.
    Podemos ver en el prólogo a La gallina ciega, esa especie de diario español que Aub escribió  para  deleite   de   la   mayoría   de   sus   seguidores, lo que dice Manuel Aznar Soler sobre la ética y la estética en Max Aub: “Max Aub se define como un escritor español exiliado, un escritor para quien ética y estética están vinculados indisolublemente” (Manuel Aznar Soler, 1995: 40).
   ¿Qué quiere decir Manuel Aznar Soler? Desde luego, se refiere a esa visión ética de la vida, su honradez al defender unas ideas, pero también a ese deseo estético de crear una prosa limpia, bella e, incluso, transparente que pueda reflejar a su vez esa visión ética de la vida.

  Coincide aquí con Gil-Albert, no me refiero, como podemos suponer, a una identificación en el estilo, sino a su interés en reflejar de forma elaborada y, por tanto, estéticamente, sus ideas razonadas sobre la vida (lo que transparenta su ética).
   En La gallina ciega, Max Aub nos ofrece páginas inolvidables, donde destapa la sociedad mediocre que anida en el régimen franquista. La escasez intelectual y la ausencia de moralidad del Régimen van a ser brillantemente denunciadas por Aub.
   Merece la pena citar muchas páginas de este libro, como documento rico y clarificador de la entidad de un hombre imprescindible como Aub, pero me limitaré a algunas muy significativas.
   En su llegada a Valencia, en 1969, el escritor certifica la pobreza intelectual de la ciudad y, por ende, del país entero: “A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en  los  tranvías  o  en  los  autobuses   o en las terrazas de los snack-bars o ex cafés”  (Max Aub, 1995: 176-177).
   Además, dirá que todo lo que se oye en los bares son chistes y fútbol, situación que, como podemos observar día a día, no ha cambiado mucho desde aquel año ya lejano.
   Aub va a ser consciente de la mediocridad de España en los meses que estuvo aquí.

   El escritor anhela que cambie la situación del país y que la dictadura que arrasa todo y atrasa el mundo económico y cultural acabe para siempre: “¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará!” (Max Aub, 1995:177).
   También son muy interesantes las páginas que dedica a Gil-Albert, lo que es significativo  y  ha acrecentado mi curiosidad para relacionar a ambos escritores: “Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo” (Max Aub, 1995: 177).
    Es destacable no sólo este retrato admirativo a un hombre que conserva su delicadeza, aquella que tuvo cuando ambos escritores se conocieron antes de la Guerra Civil española, sino también un rasgo que va a caracterizar a Gil-Albert y que ve muy claramente Max Aub: “Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo”. (Max Aub, 1995: 178). Es, sin duda, el paso del tiempo una obsesión clara en el escritor alicantino que va a marcar parte de su madurez y de su vejez.
Juan Gil-Albert
   Otro rasgo que destaca Aub sobre su amigo es esa sensación de importancia que Gil-Albert va a tener ante el reconocimiento público, tan demorado, pese a su prolífica obra:    <> (Max Aub, 1995: 179).
   Aub es categórico, reconoce que en ese clima mediocre un hombre de la talla de Gil-Albert, el cual ha hecho de su escritura un mundo delicado, fino, esmaltado en cualidades luminosas, no  puede  sentirse  más que  agradecido por las limosnas de unos pocos: “Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por mandamases del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar aquí aplastado?”.
   Se refiere a Máximo José Khan, el amigo de ambos, enterrado en Brasil, que fue, como recordamos, un icono, un referente para Gil-Albert en el Tobeyo o del amor.
   La casa de Gil-Albert le  trae a Max Aub el recuerdo de Ramón Gaya, ya que hay cuadros de él en las paredes. El pasado que ellos compartieron en México vuelve a ser evocado.
   Aub se exilia en  México en 1942 y morirá allí en 1972. Los primeros años del exilio, de 1939 a 1942, estuvo en Francia. Para Aub, México es el lugar que más ama en el mundo, después de España, su España. No hay duda que Gil-Albert siente lo mismo que su amigo, esa pasión por las tierras mexicanas une a ambos.
   La tierra les ha marcado, por ello, el escritor alicantino escribió allí su Tobeyo y algunos poemas a México, parte de su corazón quedó allí para siempre.
   Otros amigos de Max Aub aparecen en La gallina ciega: Juan Chabás, José Gaos, Joaquín Rodrigo, Genaro Lahuerta, Pedro Sánchez; amigos todos de adolescencia que nunca podrá olvidar.
   También merece nuestra atención la charla de Max Aub, tras su regreso, en la casa de Manolo Zapater, cuando Aub le pregunta por Gil-Albert y Zapater contesta que hace tiempo que no se ven. Dirá Aub lo  siguiente  sobre el  escritor  alicantino: “No. No ve a Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor…” (Max Aub, 1995: 152).
   Esta ausencia de relación entre Zapater y Gil-Albert la explica muy bien Max Aub en el libro. Podemos  ver  en  esta  explicación  la raíz  de mi interés para hacer coincidir la estética y la ética de ambos escritores, en las palabras de Aub se transparenta esta afinidad: “Sencillamente está convencido (Gil-Albert) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó” (Max Aub, 1995: 152).
   Lo que Max Aub nos dice es que tras las guerras (la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española) hay una pérdida indudable de fe en el ser humano, tras la constatación de la maldad del hombre, nada merece ya la pena.
   Aunque el escritor se exceda en pesimismo, hay que entender el contexto en que nacen estas palabras: la vuelta del exilio, su regreso temporal (con un visado de tres meses) en un país envuelto todavía en la Dictadura.

Leopoldo de Luis
  Merece la pena repasar las páginas que Max Aub dedica a poetas que considera “hermanos menores” como Leopoldo de Luis y Ramón de Garcíasol. El gusto y la delicadeza del escritor se hace lirismo en estas páginas que muestran con claridad su sentido ético y estético de la vida: “Les conozco en fotografía, no en carne y hueso. Les conozco bien, impresos: hechos miga, es decir, letra, pasados por el tamiz del linotipo” (Max Aub, 1995: 553).
   Bella reivindicación de la lectura, del placer de encontrarse con las líneas y disfrutar así, sin conocer al poeta, hecho luz por la luz del otro, impregnado, al fin y al cabo.
   Hay en el libro de Max Aub ese sabor de nostalgia, a la vez que una propuesta de honradez, de  ética  de la  vida que le  asemeja  a  Gil-Albert. El  escritor  no va  a  tener ningún tipo de reparo en ofrecer su opinión de España, en ese año en que la Dictadura entraba en su última etapa: “En España, los sinvergüenzas, los católicos de verdad y los imbéciles viven como Dios. Añádase  los  que  no  quieren  saber  nada  de nada y, claro está, los turistas que encuentran lo que buscan, al precio deseado” (Max Aub, 1995: 570).
   También el escritor muestra su asombro por el cambio acaecido en las cosas importantes, como por ejemplo, el que ha sufrido una de las ciudades de su juventud, Valencia. La ciudad ha cambiado, ya no tiene el aspecto de entonces, en aquellos años en los que paseaba con sus amigos escritores. Dice así: “Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Cautelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz (José Capuz) ha hecho una estatua del tal” (Max Aub, 1995: 158).
   Se refiere a un escultor que hizo una estatua ecuestre del dictador, ya retirada.
   Nos cuenta Aub su amistad con Ramón Gaya y nos revelará que fue el primero que le compró una acuarela al pintor murciano en Valencia, pagó por ella 25 pesetas.
   También habla en el libro de la actitud de los intelectuales ante la Guerra Civil: “De anarquistas a callados” (508). Pero no denostará ni a Azorín, ni a Maeztu, ni a Machado. Sí lo hará frente a aquellos que, con su cinismo, han cambiado de ideología y se han arrimado al franquismo sin reparos, los nombres de éstos podemos imaginarlos: “A los que no perdono es a esos cabroncillos- que no nombro. Que estuvieron de boquilla con nosotros para volver la casaca en seguida que nos vieron perdidos. Si no fuesen intelectuales, lo mismo daría” (Max Aub, 1995: 509).
   El escritor nacido en Francia (Aub nació en París en 1903), no está en contra de los que se mantuvieron firmes ante una ideología equivocada y cita a Jiménez Caballero, Ledesma Ramos o  Luys  Santamarina,  pero sí lo  está  ante  esos  cínicos  como Carlos Robles Piquer o Pedro Laín Entralgo, cuya actitud cobarde detesta plenamente.
   Es  muy  evidente este rechazo cuando hace mención de los académicos, en los cuales, sin duda, se encuentra el doctor Laín Entralgo. Dice  Max Aub lo siguiente, reflejando su ética y su decencia frente al cinismo y la mentira de algunos: “Cena en casa de Xavier. Cuatro académicos: endilgan horrores del pueblo español; maravillas del cielo y del suelo. Lo demás, asqueroso; como si ellos no formaran parte de él, o no hubiesen contribuido a modelarlo tal y como se ve” (Max Aub, 1995: 505). Hará alusión a los chistes que estos “refugiados del 36 en embajadas o en falange” llevan a cabo con cinismo supremo.
   Sobre el personaje de Laín, Max Aub es muy incisivo al criticar al intelectual fascista por no dimitir en solidaridad con los catedráticos expulsados de la Universidad como Aranguren, todo ello aparece en Una cena en Madrid en 1969.
   Afirma en La gallina ciega algo todavía más esclarecedor acerca del talante falso y deshonesto de Laín Entralgo: “Este elegante Laín que toma un café, con tanta distinción, sonriente…”, como vemos hay ya un espíritu de crítica en esa figura que retrata: “Deja continuamente transparentar, con todo y su admiración por los componentes de la generación del 98, su educación católica y falangista, a pesar de sus desengaños. Algo falla y chirría en esa generación de los arrepentidos” (Max Aub, 1995: 506).
   Sostiene también el escritor que ese grupo de servidores de Franco y de su régimen “no sirven a nadie y para nada;” y, desde luego, destaca una  magnífica prosa al descalificar a ese grupo de falangistas (D´Ors, Laín, Robles Piquer) que imponen su poder y su autoritarismo: “Políticamente, ante todo, les falta clientela, duermen sobre sus laureles impresos, pasan mala noche y paren hijas” (Max Aub, 1995: 507).
   Demoledor  es  Aub en  contra  de  esos “presuntos”  intelectuales  “democráticos” que  dinamitaron  con  su cinismo el verdadero don de la intelectualidad que incluye, sin duda, la honestidad y la decencia ante su propio pueblo. No aparece en esta dura crítica Dionisio Ridruejo  que,  pese  a  su   pasado  falangista, se  caracterizó   por  un  sentido ético que le llevó a la disidencia en los tiempos del franquismo.
   Como vemos, el libro es muy interesante porque nos revela una forma honesta de ver la vida, sin tapujos, mostrando su rebeldía a una España carente de libertades. La obra conjuga el desengaño, el escepticismo, frente al cariño y el aprecio a amigos como Gil-Albert, Fernando Dicenta, Ramón Gaya, Manolo Zapater y tantos otros.
   Aub se identifica  con los gustos literarios de Gil-Albert, porque eran tiempos donde la literatura  se apreciaba como un don enriquecedor y no existía un mercado tan excesivo como el actual: “Libros y papeles por todas partes: lo que es normal, pero son libros y papeles de nuestra época: Proust, Gide, Cocteau, Canedo, Unamuno, Azaña” (Max Aub, 1995: 503). Se refiere a los libros que tenía en su casa un viejo amigo, Fernando González.
   Hay otra referencia en esta obra a Gide, cuando hace mención de la verdad, de la ética, de la mentira que, pese a un cierto talante honesto, tiene la vida misma: “No se trata de enorgullecerme de ser esto o lo de más allá- bueno o malo- porque entonces lo mismo miente Genet o Gide, Baroja o Millar” (Max Aub, 1995: 354).
   Y termina  Max Aub con una máxima que nos explica su visión de la vida: “El mundo es una enorme mentira” (354). Hablará en esa parte del infierno del campo de concentración en el que estuvo, de tanto dolor del pasado.
   Para concluir este repaso a La gallina ciega y a la visión de su autor, he de decir que tanto Gil-Albert como Aub han tenido que pasar por una misma senda de tristeza y desarraigo, pero anida en ambos una visión noble y decente de la vida.
   Los dos escritores son muy conscientes de que el mundo de su juventud ha cambiado, no sólo por el inclemente paso del tiempo, sino por los terribles acontecimientos que han vivido. Ambos escritores necesitan en sus libros denunciar la barbarie y el cinismo del mundo que ha dejado tales atrocidades.
   Podemos establecer una diferencia entre ambos, si Gil-Albert va a expresar una idea vitalista de la vida al alejarse conscientemente del mundo que le rodea (por el dolor que le produce), Max Aub no puede hacerlo y plasma en sus novelas y en su teatro el horror, porque su premisa principal es la denuncia para la posteridad.
   La ética compartida de la vida nos deja una sensación de decencia en un mundo que, lamentablemente, no se caracterizó por mostrarla con frecuencia. No son los únicos intelectuales que lo hicieron (ya comentamos el caso de Baroja o Juan Ramón Jiménez, entre otros), pero existen vínculos que los hacen testigos de primera línea de un mismo mundo y un mismo destino.

CONCLUSIÓN: UNA ÉTICA COMPARTIDA DE LA VIDA
   He querido relacionar a Max Aub y a Gil-Albert porque ambos vivieron las difíciles condiciones del exilio, a ninguno de los dos les faltó coraje para denunciar la mediocridad de la sociedad española del franquismo.
   Aub lo hizo en su único viaje a España, lo que convierte a su libro La gallina ciega en crítica feroz a la sociedad acomodada, a los intelectuales que se han adherido al Régimen. Gil-Albert, sin embargo, vive la vuelta a España escribiendo mucho, pero su obra no resulta interesante para las editoriales y para la dictadura. La sinceridad de sus opiniones, su compromiso ético con la libertad, le impiden salir a la luz en aquellos tiempos.
   La experiencia de  ambos  en  México les une también, aunque lo más interesante es la amistad anterior, los años de la juventud en Valencia.
   Max Aub reconoce que Juan Gil-Albert no puede dar más en esa época de dictadura. El escritor comprende que se halle solo, aislado de la fama, ya que considera al artista alicantino uno de los mejores que ha dado su tierra.
   En resumen, al relacionar a los dos escritores, he querido manifestar que ambos fueron muy escépticos con la sociedad, hacen una crítica de España por su falta de preparación y por el escaso interés (salvo minorías ilustradas) por la lectura y la cultura, en general.
   Las páginas comentadas aquí de La gallina ciega sirven para conocer mejor el mundo cultural de la época en el corto regreso a España de Aub. Nos queda la tristeza por la condición de exiliado de un hombre de su talla intelectual.
   Ambos, Gil-Albert y Aub mantuvieron un compromiso con sus ideas, sin excluir, por ello, la importancia al estilo, siendo dos grandes escritores del siglo XX.


lunes, 4 de abril de 2016

Novelas a la sombra de Javier Vásconez


ÚLTIMA PUBLICACIÓN DE JAVIER VÁSCONEZ

La editorial del Fondo de Cultura Económica (FCE) en México acaba de publicar Novelas a la sombra, obra que recoge cuatro novelas emblemáticas del escritor ecuatoriano Javier Vásconez, con un excelente prólogo del historiador y ensayista mexicano Christopher Domínguez Michael. Las novelas reunidas son Jardín Capelo, (2007), El secreto (1996), El retorno de las moscas (2005) y La otra muerte del doctor (2012).
Agradecemos al Departamento de Venta de Derechos del Fondo de Cultura Económica el permiso para reproducir 'Vásconez en su soledad' de Christopher Domínguez Michael, texto que será editado íntegramente en nuestro próximo número 52, abril 2016 de la revista ómnibus.


"Tres importantes novelas del quiteño Javier Vásconez (1946) bastarían para fijar su lugar en el canon de la literatura latinoamericana contemporánea: El viajero de Praga (1996), La sombra del apostador (1999) y La piel del miedo (2010). En la primera, cumple la fantasía lograda por pocos escritores aunque soñada por una legión, la de lograr que uno de sus personajes se desdoble, más que en Kafka, en Josef K, presentando al doctor Kronz, que junto a Maqroll El Gaviero, de Álvaro Mutis y otro doctor, el Farabeuf, de Elizondo, es uno de los personajes literarios nuestros que con toda seguridad sobrevivirán a sus creadores.
     El doctor Kronz, de Vásconez, cumple, según lo ha dicho Juan Villoro, el estado de perfección exigido por el místico agustino Hugo de Saint–Victor para el hombre que se considera, verdadero asceta, extranjero en el mundo entero. Muy distinta a su sucesora, La sombra del apostador, es una prueba de fuerza que el ecuatoriano se impone a sí mismo: “imitar” en la acepción neoclásica del término y duplicar a la novela negra con una trama hípica que no sé si conozca el filósofo Fernando Savater, nuestro hombre en los hipódromos. Finalmente, La piel del miedo, es esa novela confesional con la que casi todo escritor sueña con coronar su obra. Una verdadera bildunsgroman donde no falta la epilepsia, esa enfermedad de los iluminados, ni tampoco la proverbial violencia latinoamericana". (Christopher Domínguez Michael)

El libro ya está disponible en la Librería Virtual del FCE