ANTONIO PORPETTA: LA ELEGANCIA DEL DECIR
POÉTICO
Por Pedro G. Cueto
Antonio Porpetta |
Tiene una extensa obra publicada:
poesía (Meditación de los asombros,
Ardieron ya los sándalos, El clavicordio ante el espejo, Territorio del fuego,
Adagio Mediterráneo, Silva de
extravagancias, etc), ensayo (El
mundo sonoro de Gabriel Miró) y narrativa (El benefactor y diez cuentos más).
Porpetta es un poeta que centra su obra
en el Mediterráneo, un hombre enamorado de la luz de su tierra levantina. Pocos
poetas han transmitido tanto amor por el paisaje del Mediterráneo como el
escritor de Elda.
Su obra ha sido estudiada por investigadores
de diferentes nacionalidades, corroborando así la importancia de su figura en
el panorama crítico internacional. M. Klass escribió su tesis doctoral en la
Universidad de Columbia (N. York) en 1998 sobre la obra del poeta alicantino,
titulada: Antonio Porpetta: Análisis y
aplicaciones pedagógicas de su obra poética. También O. Conchea escribió su
tesis de licenciatura en la Universidad Al. I Cuza en Lasí, Rumania, sobre la
poesía del alicantino con el título: La
poesía de Antonio Porpetta: Un mar de temas y de símbolos, en el año 2001.
Y no hay que olvidar los estudios publicados en la Caja de Ahorros Provincial
de Alicante y por el Ayuntamiento de Elda y en la Universidad de Alicante.
En definitiva, estamos ante una obra
consolidada, madurada, cimentada sobre la importancia de la palabra como nexo
de unión entre el espíritu y el hombre que la habita. Desde Meditación de las sombras (Prometeo,
Valencia, 1981) hasta Adagio Mediterráneo
(Universidad Popular San Sebastián de los Reyes, 1997), la obra de Porpetta
inicia el vuelo hacia la luz que supone entender el mundo que le rodea, sin
dejar, por ello, de sentir que el misterio de la vida está presente, nos
persigue para siempre.
He elegido su libro Silva de extravagancias, publicado por Calambur en el año 2000 para
esclarecer algunas de sus claves temáticas y considero, por ello, que es
necesario citar el prólogo de Pedro J. de la Peña titulado: “Antonio Porpetta,
en la poesía del futuro”, ya que en el mismo, el poeta de Reinosa nos hace ver muy
bien cuáles son los méritos del artista alicantino.
Cito su opinión sobre Adagio Mediterráneo cuando dice sobre el
mismo: Su Adagio Mediterráneo (Premio
José Hierro 1996), con poemas como “Los puertos olvidados”, “Los suicidas” o
“El mar y las palabras”, consolidaba una evolución coherente, en temas y en
formas” (Pedro J. de la Peña, prólogo a Silva
de extravagancias, Calambur, 2000, p. 9).
Y, como era de suponer en un artista
levantino, insiste de la Peña en la importancia del mar, lo que es, sin duda
alguna, una característica de su mediterraneidad, ya que el libro está
concebido como un homenaje al mar, al azul que todo lo absorbe, ámbito donde se
contempla la vida y su transcurrir, dice el poeta de Reinosa sobre ello: “Y en ese “Canto final” asumía la
calidad marina de su tierra como algo destinado, igual que todo, a convertirse
en mar, a ser parte del mar y de la muerte en una identidad que señaló Jorge
Manrique prodigiosamente” (p. 10).
Y también es importante de este prólogo
la mención al tiempo, clave para entender Silva
de extravagancias. Hay un latente deseo del poeta alicantino de recordar la
infancia, época feliz, edén donde el niño que fue vive, a veces, cuando madura
la soledad y la melancolía, en el pensamiento. Pero la vida golpea con sucesos,
tragedias, deseos, alegrías, etc. Todo ello hace que al poeta consciente de su
paso por el mundo, ensimismado, a veces, como lo estuvo César Simón al mirar la
vida.
Hay, en el prólogo de de la Peña, hermosas
palabras que no me resisto a no citar: “Recuerdos y olvidos son sinónimos de
escrituras y silencios: de grandes hilvanes punteados en la blancura de una
sábana, de huellas gigantescas sobre un manto de nieve” (p. 11).
Lo que dice de la Peña es cierto, la
memoria de Porpetta teje con suavidad el tapiz de su vida, adorna, con esmero,
el espacio de los recuerdos.
Para el poeta de Reinosa Silva de extravagancias es un libro
esencial, donde el poeta alicantino busca menos el barroquismo de otros libros
anteriores y se concentra en la emoción, estado que siempre ha vivido en su
obra.
Termina de la Peña diciendo algo que
confirmo plenamente, tras la lectura atenta de sus versos: “La poesía futura
contará con los versos de Antonio Porpetta, más dignos de saberse y recitarse
que los de algunas cumbres apresuradas y desmañadas…” (p. 13).
Para confirmar todo lo que dice el poeta
de Reinosa, he seleccionado un poema de Adagio
Mediterráneo titulado “Los ángeles del mar” y varios poemas de Silva de extravagancias.
Considero que su obra anterior tiene mucho
interés y descubre un lirismo que se acrecienta en los libros citados.
El primer poema nos habla de los ángeles
del mar, los cuales llevan a los ahogados hasta las playas donde cuidan sus
cuerpos inertes, para que recobren la belleza desaparecida.
Hay en el poema todo un mundo mitológico
de ángeles que arrastran al hombre para extraer de él su halo divino: “Los
ángeles del mar, cuando llega la noche, / arrastran suavemente a los ahogados /
hasta playas amigas, / y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas / y peinan
sus cabellos con esmero / para que no parezcan tan difuntos / y sus madres, al
verlos, / no piensen en la muerte” (vv. 1-8).
En estos versos ya aparece la noche,
espacio de silencio y recogimiento, ámbito donde es posible aquello que se le
niega al día, y también está presente el mundo marino: algas, medusas. La
delicadeza con que los ángeles cuidan a los ahogados es deslumbrante: “y peinan
sus cabellos con esmero” (v. 5). Todo, para que las madres, el mundo del afecto, no
vean al hijo en mal estado, corroído por la muerte. Ante todo, el poeta
pretende hacer una oda a la vida frente a la muerte, que todo lo devasta.
Tal es el afán de resucitar al ahogado,
para que conserve la belleza que poseía en la vida: “Casi siempre suplican a
las altas querubes / que trasladen sus almas con cuidado, / porque el mar dejó
en ellas / salobres arañazos, /golpes de barlovento, heridas abisales” (vv.
21-25).
No hay duda que el poeta alicantino hace
mención del proceso de vivir, el mar es metáfora de la vida, que deja heridas y
cicatrices: “salobres arañazos”. El esfuerzo de vivir supone esos golpes que
ahora se quieren restituir. Los ángeles pretenden que las almas de los ahogados
lleguen intactas al reposo eterno. Pero, nos preguntamos, ¿cree el poeta en
otra vida? Sin duda, en la que le lleva a seguir viviendo en el recuerdo de la
belleza, en la que nos deja el poso de lo hermoso que ha sido nuestro
transcurrir.
El tiempo, clave en la poesía de Porpetta,
aparece cuando dice: “Y en el más largo instante / vieron cómo sus vidas se
alejaban, se hundían / en el temblor callado de las aguas, / y con sus vidas
iba su memoria, / y en su memoria todo cuanto amaron / o pudieron amar, / y su
dolor fue grande” (vv. 26-31).
El final del poema
cuenta la marcha de los ángeles, cuando ya han quedado los ahogados limpios y
puros, hermosos para la eternidad.
El contraste se establece entre la
blancura de los ángeles y los ya muertos, conservando el brillo dorado, como si
perteneciesen a una estirpe de dioses que han de vivir hasta la eternidad:
“Cumplida su misión, vuelan los ángeles / hacia las blancas ínsulas del sueño,
/ y los ahogados quedan / solitarios y espléndidos / en sus dorados túmulos de
arena, / serenos como dioses, / dignos en su derrota, / esperando que nazca la
mañana, / que les cubra de luz, / que jamás les alcance / el frío del olvido” (vv.
32-42).
La mención a ínsulas nos recuerda al
mundo de caballerías, espacio de ensueño y de ficción y, por ende, al Quijote
de nuestro ilustre escritor. Pero también al mundo de los dioses, ya que el
propósito del poeta es que la muerte no triunfe mientras exista la memoria, el
poder de evocar a quien se va es también la capacidad de resucitar su presencia
en nuestra vida.
“El frío del olvido” es la muerte, pero los ángeles, con su esmero y delicadeza, ha posibilitado que la muerte no triunfe sobre la vida a través del recuerdo.
“El frío del olvido” es la muerte, pero los ángeles, con su esmero y delicadeza, ha posibilitado que la muerte no triunfe sobre la vida a través del recuerdo.
Como podemos ver, Porpetta es un poeta
que lucha por imponer la memoria como un tema esencial en su poesía.
Este núcleo temático de su obra aparece
repetidamente a lo largo de su libro Silva
de extravagancias. Aparece en el
poema 6 cuando dice: “Tengo sólo una amante / mi memoria” (vv. 1-2). En este
brevísimo poema, Porpetta ya nos dice hasta qué punto es importante el
recuerdo, su permanencia en nosotros.
En el poema 7 insiste el poeta alicantino
en el deseo de recuperar todo lo vivido. “Hay que recuperar / el tacto
de la fiebre y el color de las noches” (vv. 1-2). Se refiere, sin duda, a todo
aquello que nos motiva, lo que nos hace sufrir o nos produce pasión (la fiebre)
y lo que nos da alegrías (el color de las noches).
El poema, muy bello, dice en otros
versos inolvidables: “Hay que recuperar / las verdes madrugadas y la sombra del
río, / las campanas más tiernas y las manos sin dueño / la semilla del agua y
los pasos perdidos, / la danza de las naves” (vv. 11-15).
Como vemos, está presente el río,
metáfora manriqueña de la vida que va dar a la mar, símbolo de
la muerte), las campanas (espacio sonoro
que representa el eco de nuestra voz en el mundo, plena de alegrías y
sinsabores), las manos sin dueño (la libertad), la semilla del agua (el origen
de todo, lo que germina y crece, el fruto querido, la vida recién nacida), los
pasos perdidos (los errores, pero que dan sentido a nuestra vida) y la danza de
las naves (el baile que mece nuestro tránsito vital, emociones y dichas,
tristezas y decepciones).
La insistencia en el verbo “recuperar” es
la reiteración necesaria para que entendamos que el poeta quiere hacer presente
la memoria, nuestro puerto, el lugar donde podemos amarrarnos, para no perder,
con el paso del tiempo, nuestro sentimiento de estar vivos.
Al final del poema, dice Porpetta ya de
forma más clara y menos metafórica lo que ya había dicho antes: “Hay que hacer
lo imposible para descubrir de nuevo / ese torpe milagro, ese absurdo prodigio,
/ esa hermosa miseria que llamamos la vida, / con todo su caudal de ardiente
escalofrío” (vv. 16-19).
Sobran las palabras, la vida es
identificada como “hermosa miseria”, espacio lleno de claroscuros y, naturalmente,
torpe milagro (sensación de hallarnos adheridos a un mundo que nos ofrece todo
y en el que nos vemos, a veces, como fantasmas) y absurdo prodigio (la vida
como ámbito hermoso, no exento de crueldad). Para Porpetta, la vida es un
hermoso sinsentido, ya que nos regala un mundo lleno de colores y de belleza,
pero también la faz de la muerte en niños carentes de toda culpa.
Por todo ello, termina el poema con dos
adjetivos “ardiente” y “escalofrío”, ya que la vida es
pasión, pero cuando la
pensamos, con la luz
de la conciencia
(como diría Carnero) nos
estremece a su paso, nos devasta con su arbitrariedad infinita.
Porpetta vuelve, como ya lo hizo en Adagio Mediterráneo, al tema del
mar. Es, el espacio levantino, ámbito de luz, lugar donde se produce el milagro
de la vida. El poeta dice en el poema nº 22: “Entra por la ventana, en oleaje,
/ toda la amanecida. / No sé si estoy despierto o todavía / navego en un poema.
/ Mil versos como páginas picotean en mi frente, / y una música leve como me
acaricia. / Una mañana más…/ Tú, junto a mí, respiras” (vv. 1-8).
La visión de la claridad del día (la
amanecida) y ese espacio compartido interior-exterior donde el poeta contempla
el mundo: la ventana. Recordemos el balcón en la obra de Brines o en César
Simón, ambos poetas valencianos miraban desde dentro al mundo para cumplir el
goce de los sentidos, como si fuese niños recién nacidos que contemplasen el
desconocido espectáculo (fascinante y desolador) de la vida.
También Porpetta mira desde la ventana,
duda de su apego a la realidad, como el niño que aún no conoce bien lo que le
rodea y debe examinarlo con esmero: “No sé si estoy despierto o todavía /
navego en un poema”. El acto de navegar se explica en esa sensación del acto
poético como trayectoria vital sobre el mar (aquí espejo de la vida, en
contraposición al sentido que le dio Manrique, símbolo para este último de la
muerte).
Aparecen los pájaros, los cuales
iluminaban también la poesía de Brines (no hay que olvidar que su famoso libro Las brasas, tenía un
apartado llamado “El barranco de
los pájaros”, lugar donde el niño Brines se va haciendo hombre y se encuentra
con la belleza y la crueldad de la vida). En el poema de Porpetta son símbolos
de la libertad, seres que, en su pequeñez, expresan la belleza (al igual que
las golondrinas eran el recuerdo del amor para Bécquer). La música es el espejo
de un mundo que canta, compañía necesaria para la dicha. Se trata de una música
suave, que le sirve para despertar al lado de la amada (hay un profundo
romanticismo en muchos poemas del escritor alicantino).
Por ello, el poema termina con la
presencia de la mujer, compañera infatigable, que duerme con el poeta: “Una
mañana más…/ Tú, junto a mí, respiras”.
El
poeta comparte su vida, no renuncia, por el mundo del arte a la vida, como sí
lo hacía Juan Ramón Jiménez en algunos de sus poemas donde la exaltación por el
lenguaje y la escritura vence al amor.
Porpetta no, él dice sí a la vida, sin
olvidar la poesía, aunando dos mundos, en una extrema fusión que le enriquece.
El deseo de vivir, de compartir con
alguien la vida, va calando en los poemas, como ocurre en los bellos versos del
poema 38: “Miro los altos álamos y veo / tu voz entre las hojas, / y tu mirada
escucho / entre un rumor de pájaros y ensueños. / Es de oro la tarde. / Y
quiero seguir vivo” (vv. 1-6).
Manifestación extrema de ese deseo de
permanecer, de vencer, a través del amor, a la muerte. De nuevo, los pájaros:
“entre un rumor de pájaros y ensueños”. En mi opinión, el pájaro es el nexo de
unión que fusiona los dos mundos del poeta: el de la ficción (su poesía) y el
de la vida (representa la entrada en su mundo de la armonía y la belleza).
También la presencia de la mujer: “tu voz entre las hojas”, el poeta ve la voz,
no la oye, porque el acto máximo no es el sonido, sino la contemplación, donde
se cumple el rito amoroso y donde se manifiesta su amor por la vida (recordemos
la importancia de la contemplación en otros poetas levantinos: Brines, Simón y
Carnero, entre otros).
La voz de la mujer ha de estar en la
Naturaleza, lo que nos lleva al mundo renacentista, poblada de pastores y
pastoras idealizadas.
Hay, sin duda alguna, en el mundo poético
del alicantino un clasicismo latente, una estética que le lleva a decir, en el
magnífico final de este poema: “Es de oro la tarde, / Y quiero seguir vivo”.
Tarde llena de luz, de vida, espacio al
que no se debe renunciar, mágico lugar donde se cumple el amor y sus
costumbres.
El deseo, en la mayoría de los poemas, de
reivindicar la memoria le lleva en el final del poema 46 a decir: “Que sólo
llega de verdad la muerte / cuando el olvido llega” (vv. 7-8).
El final es extraordinario y centra el
universo de este hombre emotivo que escribe con claridad y con refinado gusto
sobre temas tan esenciales en nuestra vida como el amor, el tiempo, la memoria,
etc, y que logra conmovernos a través de una obra sincera y hermosa que, como
decía de la Peña, está a años luz de algunos que han sido encumbrados sin
suficientes méritos para ello.
LA
MIRADA INTRAMUROS
No quisiera terminar este acercamiento a la obra elegante, esmerada y llena de armonía de Antonio Porpetta, sin referirme a su último libro de poesía, La mirada intramuros, publicado por Huerga y Fierro en el año 2007 y que tiene como centro temático la casa del poeta, entendida como universo donde se han congregado voces, aromas, ecos del ayer y, desde luego, emociones inmensas de una vida bien vivida.
Los poemas refuerzan ese sentimiento de
pertenencia a un lugar amado, como dice el primer poema del libro titulado
“Esta casa”: “Esta casa soy yo, libérrimo y cautivo, / nostálgico de mar,
sediento siempre / de versos y mañanas. / Renazco en su regazo, de sus venas me
nutro, / y yo soy esta casa, en su luz y en su noche, / en los altos secretos
que sus muros me dictan, / que la vida me otorgan, / que indemne me redimen, /
y que indemne me salvan” (vv. 18-26).
Me gusta esta parte del poema, porque el
poeta de Elda expresa muy bien que la casa y él son un mismo espacio, ambos, a
fuerza de costumbre, se identifican. La casa es el lugar de las oposiciones
(libérrima y cautivo, luz y noche), es también el espacio del crecimiento:
“renazco en su regazo, de sus venas me nutro”.
Hay, en la casa, un lenguaje que está
compuesto de confidencias, idioma que inspira y da poder, lengua que nace más
allá de las palabras, en el tuétano del ser y en los muros de la casa.
Esa tremenda intimidad es el verdadero
tema del libro. Rafael Carcelén García dice en el brillante prólogo al mismo lo
siguiente: “Patria la casa, patria las palabras: una y la misma estancia. La
palabra: lugar de encuentro y acogida, cobijo sereno, aposento” (p. 10).
No sólo la casa es el motivo de homenaje
para Porpetta, también lo son los habitantes de la misma: los pájaros, la
hiedra, la veleta. Todos han crecido en el entorno de la casa y son presencia
viviente, incluso, cuando ya se han ido.
En el poema “Los pájaros”, dice el poeta:
“¿Dónde estarán los pájaros? / ¿Dónde la
plata viva de sus voces? / ¿Dónde la geometría de sus vuelos / sobre esas tejas
pardas / que me cubren, me ocultan, me refugian?” (vv. 1-5).
El poema nos recuerda a los gorriones de
Bécquer (como dije respecto a un poema de Silva
de extravagancias) y le hacían ver el amor cada día. Los pájaros se han ido
y le han dejado solo, herido: “Esa dolida ausencia que me envuelve / no sé si
es un presagio / o tan sólo una pausa, o quizás / una renunciación definitiva”
(vv. 18-21).
El poeta se pregunta y, tras esa extraña
inquietud que provoca sus ausencias, le pide que vuelvan, con ellas el día (el
extraordinario momento del alba) tenía sentido, lo iluminaban todo y lo hacían
con los mejores presentes: el futuro, la sonrisa, la esperanza.
Porpetta sufre y dice: “Necesito que
vuelvan esos pájaros / que me anuncien la luz, / que me ofrezcan de nuevo / su
amistoso clamor, / su liviandad serena y
fugitiva…” (vv. 22-26). Con ellos se ha marchado la verdadera vida, se han
llevado a su paso, arrancado a jirones, el corazón del poeta.
Termina el poema identificando su vida con
los misterios alados: “Mi vida en esos pájaros, creedlo” (v. 38).
Tanto como los pájaros que ya se han ido,
el poeta ama la hiedra que crece en frente de la casa, símbolo del paso del
tiempo (un tema esencial en su poesía, como vimos en Silva de extravagancias).
La hiedra, como la propia vida, va
cambiando, se dinamiza a lo largo de las estaciones, se nutre de los días
luminosos y se ensombrece en el otoño, como un ser humano preñado de
melancolía: “Cambiará su verdor en el otoño / por un rojo granate estremecido,
/ y después, tras el frío, / se encontrará a sí misma renovada / y en poderoso
impulso / habitará sus venas vegetales / para seguir su ascenso a las alturas”
(vv. 14-20).
La hiedra compuesta de venas vegetales
va creciendo al igual que el hombre que escala cada día su proceso vital, como
un ser que se alimenta de las tonalidades del cielo, que respira el cambio de
estación como si fuese oxígeno para crecer.
Esa identificación del poeta con la
hiedra llega a su cénit cuando dice: “Entre el rojo y el verde, / su vida
entera pasa y permanece, / como un silente río vertical / sin mar donde morir,
buscando el cielo” (vv. 21-24).
La referencia al mar es esencial en su
poesía. Antonio Porpetta es un hombre de aroma marino, que lleva en sus venas
el agua salada, que respira en las olas cada amanecer y se entrega ensimismado
al espectáculo del mar, como si fuese, en su eterno proceso de rumores
infinitos, el de su propia vida.
Si no hay un mar donde morir, porque la
hiedra crece frente a su casa madrileña, sólo queda el cielo, espectáculo que
la planta contempla cada día, embriagada en sus tonalidades azules, tan parejas
a las del mar soñado.
Termina el poema, bello como pocos, con
estos versos: “Esta hiedra al frente de la casa / es un perfecto símbolo. / O
quizás, un ejemplo. / Un espejo, quizás” (vv. 25-28).
La hiedra es el espejo del hombre que la
mira, un cristal donde la vida pasa, camina, irremisiblemente, hacia la muerte.
El tema del amor también está presente en
el libro, como en el poema “Compañera de lunas”, donde el poeta alicantino nos
recuerda, en su hondura, al Pablo Neruda de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada: “Despertar en tu
sueño, y sentir que tus brazos / navegan lentos mares, descubren mundos nuevos.
/ Me refugio en tu aliento. Una lluvia cercana / no revela que afuera puede
acechar el llanto” (vv. 1-4).
El asombro ante el ser amado es absoluto,
no hay decepción o desaliento, sino afirmación rotunda del amor: “perfumas a tu
paso la levedad del aire / haces de cada gesto un pequeño milagro” (vv. 7-8).
El tiempo no ha horadado el amor, sino que
éste, con las estaciones del año, ha cambiado, para producir siempre asombro,
como el que el poeta sentía ante la hiedra o ante los pájaros: “La clepsidra
del tiempo deja caer los años / pero tú sigues firme, ajena a vendavales, /
viendo en cada ventana un paisaje distinto / oyendo en cada rama un arcángel
callado” (vv. 13-16).
Al final de tanta entrega, siempre
prevalece el amor, una experiencia esencial en la vida, un néctar que perdura y
regala siempre nuevas tonalidades, como el mar tan añorado por Porpetta: “cada vez que te escucho en tu
voz me renazco” (v. 20).
Hay otros poemas del libro que destacan
por su armonía y por su temática, como el del paso del tiempo en “Saber que una
mañana”, donde no se reivindica la nostalgia, sino la memoria, como si ésta nos
eternizase y nos arraigase a los lugares vividos, pese a la ausencia de nuestro
cuerpo en ellos: “Saber que una mañana no seremos, / pero saber también, estoy
seguro, /que estaremos por siempre en esta casa” (vv. 17-19).
Y también la importancia del arte en los
rincones de la casa, de las figuras emblemáticas que la habitan durante el día
(Modigliani, Mozart, Neruda, Federico García Lorca, Góngora, Azorín, Miró,
etc). Todos ellos son reflejos de un mundo hecho por y para el arte, pero
también por la vida.
Siguiendo la senda de su admirado Gabriel
Miró, el poeta alicantino ama la vida en su belleza inaprehensible, en esa
forma de ser y de decir que tienen las cosas que nos rodean, que pueblan
nuestro universo. Porpetta se convierte así en un artesano del lenguaje, porque
éste nos lleva a la luz que ilumina el acto poético (tema esencial como veremos
después en el poeta valenciano Miguel Veyrat).
Vuelve en el poema “El mar desde la
ventana” al tema del mar, cuando evoca el tiempo de la infancia y la juventud:
“Ante nuestra mirada se extendía / un profundo horizonte: / allí estaban los
barcos, el festival de luces / de los grandes cruceros / a las urbanas farolas
encendidas / de los pueblos serranos” (vv. 9-14).
Es, en este poema, un mar soñado, ya que
se refiere en realidad al “valle que los montes lejanos perfilaban”. Por lo
tanto, el poema reivindica la imaginación, la fantasía del creador, aquello que
le lleva a ver lo que ya ha desaparecido.
Si el mar es “la verdad azul”, el valle es
“la gran mentira verde”. Esta antítesis sirve para hacer más énfasis en su
vinculación al mar de la niñez, en su apasionamiento por el Levante natal.
Y me gustaría terminar este repaso por un
libro sorprendente por la elegancia y la precisión de sus versos, tan armónicos
en su composición como si fuesen espejos de la Naturaleza venerada, con el
poema “Hemos de hacer limpieza”, está dedicado a sus hijas Paloma y Marta. Se
trata de un maravilloso homenaje a las hijas que han completado su vida con la
ternura y el amor que le han dejado.
Todo puede ser olvidado, menos las sombras
de ellas en las cosas, el eco de sus voces, lo que me recuerda a La casa encendida de Luis Rosales y,
sobre todo, al poema “Desde el umbral de un sueño me llamaron” cuando el poeta
contempla los muebles, el armario, los trajes, el lecho y ve la habitación
resplandeciente pues los hijos habitan en ella.
Rosales ve, en el momento más deslumbrante
de este poema, el pasado, su propia infancia que le habla como un espejo del
tiempo y dice palabras tan hondas como: “Y era verdad, era verdad como una
calle que nos lleva a la infancia, / como una calle que nos duerme y que
después de nieve, puede volver aún…” (Luis Rosales, Poesía reunida (1935-1974), Seix Barral, 1982, p. 212).
Así ve Porpetta la casa, con toda su yerta
soledad: “Las paredes ofrecen / una rara orfandad entre las llagas / que ahora
se descubren, / pordioseras al sol, entre la hiedra” (vv. 6-9).
Repite en el poema el verso: “Hemos de hacer
limpieza en esta casa”, mientras enumera “imposibles corbatas, / zapatos sin
caminos, / camisas fantasmales…” (vv. 28-30). Los libros viven en sus nichos y
“sufren un sueño lento y humillante, / negados al asombro de los párpados, / a
la lenta caricia de los dedos, / al vuelo azul de largas aventuras” (vv.
37-40).
Todo debe desaparecer, ya no vale, porque,
al fin y al cabo, son cosas que se pueden reemplazar, pero hay algo que queda,
es el eco de sus hijas en la casa, la presencia que no muere, la que confirma
el compromiso con ese ámbito que llena su vida y que da motivo al título del
libro, ya que es una mirada para dentro, honda y afectiva: “Barramos todo de
una vez, barramos / todo…/ pero salvemos os lo ruego, / ese par de memorias o
de sombras / que en un rincón quedaron abrazadas, / ajenas a la muerte y al
olvido” (vv. 57-62).
Es, en definitiva, esa memoria la que ha de
permanecer, memoria afectiva, recuerdo verdadero que se queda en los muros de
la casa para siempre.
Y quiero destacar sus Tres evocaciones,
donde Antonio Porpetta se reencuentra, en sus sueños, con tres poetas grandes e
imprescindibles para entender nuestra poesía, Quevedo en “El encuentro”, García
Lorca en “Crónica de una mañana oscura” y José Hierro en “José Hierro lee un
poema inédito a un grupo de amigos”.
Los tres son muy bellos, pero me llama la
atención especialmente el que le dedica a José Hierro, gran poeta y persona de
enorme humanidad que regaló a sus amigos y a todos los que le conocieron.
Es un poema que describe al poeta madrileño
en su inmensidad, la voz del poeta es descrita así: “Y la voz del poeta, esa
rara amalgama / de esquirlas y de pétalos” (vv. 39-40).
Las manos del poeta son “de piedra” y los
ojos “dos ríos despeñados”. En José Hierro convive la alegría inmensa de su
carácter afable y emotivo y la sensación de haber tenido una vida dura, a
través de la erosión que la tragedia ha ido dejando en sus ojos acuosos.
El poema termina con unos versos que
deslumbran por su autenticidad, lo que nos habla claramente de la honda verdad
que lleva en su decir poético el poeta eldense: “Quedó lejos el mundo, el
tiempo, detenido. / Dormitaban los campos: / ni la más leve brisa, ni un
susurro de árboles, / ni un cántico lejano, ni un rebullir de pájaros. / Muy
dentro de nosotros, para siempre / aquel caudal inmenso de poesía, / aquel
caudal inmenso de emoción” (vv. 57-63).
Con estos versos llenos de lirismo y de
belleza, el escritor alicantino completa un libro que destila emoción y
sinceridad a través de un verso cristalino como el agua del mar que añora desde
su más tierna infancia o del río cuyo nombre no recuerda (en el poema del mismo
título dedicado a Gabriel Miró).
Los temas (el tiempo, el amor, el esplendor
de la Naturaleza, la importancia del arte para enriquecer la vida) son clásicos
y en Antonio Porpetta se hacen inolvidables, hondos como su sabio decir.
Todo rezuma luz, un ámbito que no tiene
parangón y, en este último libro, la casa tiene vida, palpita, porque en ella
hay jirones de la vida de este gran poeta alicantino.